Los comercios de la capital que suman más de un siglo de vida son, además de un atractivo turístico, una muestra viva de adaptación a los tiempos y a los vaivenes de las crisis
Cualquier botón del Almacén de Pontejos se pasa la vida dando vueltas. Expuesto sobre unos cartones que están fijados a un tambor de madera, los clientes lo hacen girar hasta encontrar el que mejor luzca en su prenda. Con su precio y número de referencia, el dependiente no tardará nada en encontrar entre la multitud de cajitas el botón elegido. Así lo dispuso Antonio Ubillos, fundador de la mercería en 1913. Desde entonces, no hay abalorio que se pierda en el número 2 de la plaza de Pontejos.
La emblemática tienda del centro de la ciudad cumple este año su primer centenario y los encargados del negocio, María y Antonio Rueda, han decidido celebrarlo frente al mostrador, como el bisabuelo Antonio hubiera querido. La cuarta generación de esta empresa familiar mantiene —además de la curiosa exposición de los botones— otras técnicas del fundador, como el diseño de los muestrarios de las tiras bordadas y la atención al cliente en manos de expertos en el género.
Con el paso de los años, la compra de abalorios para hacer manualidades ha ganado terreno a los encargos para los ajuares, pero, independientemente de las modas, la planta rectangular del almacén sigue reuniendo cada tarde a decenas de madrileños que, como presume María, buscan en Pontejos lo que no encuentran en “ningún sitio”. Para ello, los hermanos Rueda les ofrecen cada semana entre 50 y 100 artículos nuevos. También se han encargado de informatizar la tienda e incluso han habilitado un correo electrónico para hacer pedidos por Internet.
“Nos encanta nuestro trabajo y lo conocemos muy bien porque hemos crecido entre lanas, alfileres y cremalleras. Mi padre dedicó toda su vida al almacén y nos ha inculcado la pasión por la mercería”, sostiene María. Cuando se le pregunta por el futuro del negocio, sentencia: “Tenemos que vivir el momento y adaptarnos a las nuevas tendencias preservando siempre nuestra marca de identidad: el trato con los clientes y la calidad del género”.
Los establecimientos centenarios de la capital hacen frente a la crisis y a las dificultades que trae consigo la adaptación a los cambios del mercado para dar continuidad a los negocios que en su día abrieron sus antepasados. Uno de los principales desafíos a los que se enfrentan, según explica el presidente de la Asociación de Establecimientos Centenarios y Tradicionales de Madrid, Ángel Manuel García, es el cambio generacional. “No siempre los hijos o los nietos quieren seguir con un negocio que requiere mucho esfuerzo y no reporta apenas beneficios. Pero también hay generaciones preparadas que están dispuestas a adaptar el negocio a los nuevos tiempos”, explica el presidente, de 69 años. Es el caso de Marcos Seseña, uno de los actuales propietarios de la tienda Capas Seseña. Este economista, de 42 años, se ha propuesto rejuvenecer un negocio que desde 1901 se dedica a la confección y venta de capas españolas.
“Después de muchas dudas y debates internos, el cariño por la herencia de mi bisabuelo y mi vinculación con la tienda han ligado mi futuro profesional a esta empresa”, explica. Convencido de que el éxito del negocio está en la alternancia de la capa clásica con otros modelos más adaptados al siglo XXI, Marcos apuesta también por la difusión de la tienda en las redes sociales y la venta por Internet. Renovarse en este tipo de negocios en los que pesa mucho la tradición no es nada fácil, pero, como sostienen los comerciantes entrevistados, la apuesta puede conducir al éxito o a la continuidad de la empresa.
Cuando Andrés de las Heras le dijo a su madre, Emilia Olmeda, que abandonaba los estudios para ponerse tras el mostrador de la tienda de ultramarinos de la familia, la pobre tendera se pilló un disgusto terrible. Emilia quería que su hijo tuviera una licenciatura por si en algún momento el negocio tuviera que echar el cierre. Pero la tendera no pudo impedir que la Mantequería Andrés, abierta desde finales del siglo XIX, pasara a manos del joven Andrés y de su hermano José Luis. Los dos comerciantes reciclaron la antigua tienda, ubicada en las inmediaciones de la Puerta de Toledo, para convertirla en un establecimiento de productos gourmeta precios de barrio. Conservas de pescado, bacalao de las islas Feroe, pastel ruso de Huesca, chocolate de Villajoyosa, leche fresca de la sierra de Madrid…
Unos minutos en este local de 30 metros cuadrados abren el apetito a cualquiera.
“Procuramos traer exquisiteces de todos los puntos de España a precios asequibles. De esta manera podemos competir con los supermercados de la zona. El cliente busca en la mantequería lo que no encuentra en las otras tiendas y estamos muy contentos con el cambio. Incluida mi madre”, aseguraba Andrés el pasado miércoles tras la vitrina de los embutidos.
Otro de los comercios centenarios que ha sabido adaptarse a los cambios ha sido la perfumería madrileña Álvarez Gómez, fabricante de su propia agua de colonia y de otros productos de cosmética. La cuarta generación de la familia Álvarez Gómez se ha decantado más por la marca y la distribución de sus productos que por los establecimientos en sí. De hecho, la crisis ha echado el cierre de la mayoría de sus tiendas. La única que sobrevive y la que siempre ha sido más conocida es la que se encuentra en el número 14 de la calle de Serrano. Regentada por María del Carmen Rodríguez, bisnieta de uno de los tres primos hermanos que fundaron la perfumería, esta boutiquedel perfume conserva la elegancia y el resplandor de otras épocas. Al entrar, la encargada y sus dos dependientas agasajan al cliente con un trato esmerado y con todo tipo de muestras de perfume y cosméticos.
En los últimos años, la tienda ha apostado por marcas muy exclusivas para no perder clientela. Pero lo que realmente teme esta comerciante es qué pasará con la tienda cuando a finales de 2014 se aplique el decreto Boyer, que supone la extinción de los contratos de alquiler de rentas antiguas anteriores a 1985. Por este motivo, los dueños de algunos de los establecimientos centenarios que no hayan llegado a un acuerdo con el propietario tendrán que actualizar a precios de mercado el alquiler de sus locales, normalmente situados en las zonas más céntricas —y por tanto más caras— de la ciudad. “Comprendo la finalidad de esta ley, pero Álvarez Gómez no podrá pagar un alquiler tan alto. Tendremos que mudarnos a otra zona y tengo miedo de perder mi clientela fija”, lamenta.
La perfumería Álvarez Gómez no es el único establecimiento centenario con este problema. Miguel Ángel Fernández, dueño de la floristería Flores Domingo, ubicada desde hace 37 años en pleno barrio de Alonso Martínez, no quiere ni pensar en las consecuencias que puede tener un traslado del local. Es la cuarta generación de una familia de floristas que ha renovado el negocio con la venta de plantas en Internet y con las últimas técnicas de formación de ramos y envoltorios. A Fernández, de 38 años, le encanta su trabajo y tiene claro que luchará por sacarlo adelante. “Cuando se nos acabe el contrato, buscaré un local en el barrio y seguiré vendiendo flores, como lo ha hecho mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre”. Quién sabe si también lo harán sus hijos.
InverCor
Consultoría de comercios
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